En 1959, el futuro Nobel de física Richard Feynman daba una conferencia titulada "There's Plenty of Room at the Bottom". En ella hablaba sobre la posibilidad de manipular la materia desde su base más primordial: el átomo. Las implicaciones en juego eran muy grandes, ya que al poder estructurar y manipular unas unidades tan pequeñas, las propiedades físicas y químicas de los materiales resultantes podrían ser muy distintas a las conocidas y que se dan de forma espontánea. Ponía el conocido ejemplo de la ordenación de los átomos de carbono: según estén en una estructura u otra, tendremos grafito o diamante. Si eso lo extendemos a otros elementos químicos, ¿qué pasará al alterar las estructuras en las que se ordenan en la naturaleza?
Su charla fue como un pistoletazo de salida para la nanotecnología. Sentó las bases para dos aproximaciones de estudio nanotecnológico: las técnicas de abajo-arriba (bottom-up) y las de arriba-abajo (top-down). Y sobre todo nos descubrió la cantidad de sitio que nos queda por explorar ahí abajo, en la región del nanómetro.
La primera vez que tomé contacto con la palabra nanotecnología fue a través de un juego de rol ("Cyberpunk 2020") hace ya bastantes años, y poco después con la novela "Neuromante" de William Gibson. Era un concepto, una idea, que había quedado en mi memoria como algo fascinante, aunque perteneciente al género de la ciencia ficción, del mismo modo que la red virtual descrita por Gibson en su magnífica novela. Era algo que consideraba no llegaría a disfrutar en su apogeo, que con suerte lo conocería al final de mi vida, pero que sería cotidiano para mis nietos. Y hace un par de años, esa palabra se cruzó de nuevo en mi vida, pero esta vez en forma de proyecto de investigación, como algo tangible y real, con posibilidad de realización en pocos años. Y comenzé a leer de nuevo sobre el tema y buscar información: un abismo con nuevas perspectivas se ha descubierto a mis pies. Fascinante.
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